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DESDE ITALIA. CARTA DE LUDOVICA, VOLUNTARIA DE APEA

Roma, Italia (Agosto, 2016)

Cuando llegué a El Alto, no podía entender bien donde me encontraba y come funcionaban ahí las cosas. Pero percibía la sensación de que todo era diferente. Sin embargo, instintivamente, me gustó. Miré alrededor de mi misma, muy atentamente. Respiré profundamente, olfateé con curiosidad cada nuevo olor. Luego pensé: me gusta, pero este no es un lugar para niños. Ningún albor, ningún columpio, ningún pequeño parque. Ningún grupo de niños que juegan con pelotas, ninguna esquina donde podía escucharse el sonido de niños que juegan y sonríen juntos. Notaba que había muchos niños viviendo ahí, y son muy hermosos. Pero, todos siempre y solo estaban con adultos. 

El Alto me encantó. El mercado permanente es una poesía colorida, el cielo que puede tocarse con un dedo y las montañas altísimas que rodean la ciudad calientan el corazón también cuando el viento es frío. Sin embargo, no es un lugar para jugar. 

Todo cambia cuando llegas a la cancha alambrado de Alto Lima, la gran cancha de fútbol con hierba sintética a 4000 metros de altitud, donde, entre los edificios de ladrillo rojo, se puede ver, perfectamente enmarcado, el Illimani, que pasa los 6000 metros. La primera vez que fui a la cancha con Francesco, estaba un poquito preocupada. Que no podía trotar por la altura, que no podía ganar confianza con los niños, que no podía ser útil de verdad.

Pero luego ellos llegaron. Nuestro grupo es el de los niños más pequeños, entre 4 y 6 años, y debajo de los sombreritos hay muchas sonrisas únicas. La alegría con que cada vez dan la bienvenida al profe Francesco, y a mi, es contagiosa. Cuando empieza la sesión, el profe pregunta a cada niño de introducirse, decir su edad y una cosa que le gusta. Muchos contestan a esa última pregunta “Me gusta el fútbol”, algunos prefieren aclarar también el equipo: “Me gusta el Bolívar” o “El Tigre”. Los más pequeños dicen “Me gusta mi mamá”. Alguno más grandes dicen simplemente “Me gusta jugar”. Esa última respuesta puede aparecer banal, pero no es así en un mundo donde jugar, hacer deporte, es un privilegio muy exclusivo. 

Durante mi estadía de un mes, vi cuanto jugar juntos pueda mejorar la vida de un niño que no está acostumbrado a jugar; entendí la importancia de la pelota quemada, de los relevos, de los juegos en pareja o en equipo, que se da por sentada cuando se piensa, en general, al mundo de los niños. “Escuela de fútbol, escuela de vida” para mi significa eso: una manera de hacer que los niños puedan estar juntos, aprender a conocerse y ayudarse trabajando en equipo, a divertirse y establecer relaciones interpersonales eficaces; es el fútbol como oportunidad para ser orgulloso, la camiseta o los tenis viejos, es el partido que se juega al final, después de todos los otros juegos como recompensa por haberse portado bien también, o la oportunidad para nombrar su propio equipo Tigre, o Bolívar, y para festejar juntos cuando se gana y pedir la revancha cuando se pierde. Es decir, crecer divertiendose. 

Y yo, en todo esto, me he divertido tanto cuanto como los niños. Mi alegría era un reflejo de la de ellos: poder verlos felices, escuchar su curiosidad, cuando hacen un millón de preguntas, caer al suelo debajo de sus abrazos que nunca olvidaré. 

Mientras estuve con APEA, he seguido también un proyecto en las comunidades de ENDA, siempre en El Alto pero en el barrio de Ciudad Satélite: de verdad, “otro mundo”, así como me hace pensar el nombre mismo. 
En una de las comunidades de ENDA viven niñas y chicas alejadas de las familias por actos de violencia sufrida; en la otra viven niñas y chicas con problemas de dependencia. Claro que el contexto es muy diferente de la cancha alambrado: el espacio es pequeño y en algunas de las chicas se percibe cierta tristeza. 
Pero también ahí, desde el primer día de trabajo, fuimos recibidos con gran aire de fiesta: todas tenían ojos que brillaban de alegría, una gana de jugar increíble, una alegría que al principio no esperas y no entiendes…

Cada día ahí fue inolvidable, cada juego que hicimos juntos fue para mí un regalo precioso. 
Con el tiempo, entendí cuanto sea importante para ellas ese momento de juego, por reír, distraerse, desahogarse trotando tras de la pelota, o persiguiendo las compañeras. Entendí como a veces ellas tenían gana simplemente de darse un respiro, de sentirse importante para alguien, para el equipo, para el profe o para una compañera de equipo. Vi la garra y la gana de correr, de consumir las energías al aire libre, y de aprender juegos que podrán un día hacer también sin profe. 

Lo que Francesco, Maya, Edwin, Susi, Marc y toda APEA hacen en El Alto es llevar alegría y ligereza donde se necesitan, enseñando a los niños y adolescentes el deporte y el juego, ayudándoles a desarrollar su propia capacidad afectiva y relacional, estimulando la confrontación en el respeto de las reglas así como la colaboración y la complicidad al interior del grupo. Es un programa de actividades lúdicas y deportivas que tiene algo, mas bien mucho, de romántico, que sin embargo funciona de verdad.

Todos los niños y niñas que tuve la suerte de conocer son increíbles, solidarios, curiosos, obedientes, agradables y muy cariñosos. No hay capricho, no existe ser viciado, no existe ser arisco con los desconocidos. Y mientras juegan y se divierten, no sé como, nos dejan entender que saben cuánto precioso es ese tiempo para ellos, muchas veces en el frío o bajo un sol que quema sin calentar. Ellos son la pureza y la alegría verdadera. 

Para leer la carta en italiano: Carta de Ludovica, Agosto 2016

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